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Muchas veces, yo era el único que iba a Jerusalén en las fiestas, como se ordena que lo haga siempre todo el pueblo de Israel. Me iba de prisa a Jerusalén a llevar los primeros frutos de mis cosechas, las primeras crías y la décima parte del ganado, y la primera lana que recogía de mis ovejas. Y se lo daba a los sacerdotes, descendientes de Aarón, para el servicio del altar. También daba a los levitas encargados del servicio del templo en Jerusalén la décima parte del trigo, del vino, del aceite, de las granadas, de los higos y de las demás cosechas. Otra décima parte la vendía cada año, y durante seis años seguidos iba a gastar ese dinero en Jerusalén. La tercera décima parte la repartía cada tres años entre los huérfanos, las viudas y los extranjeros que se habían convertido a nuestra religión y se habían unido a los israelitas. Con esa décima parte celebrábamos el banquete, como se ordena en la ley de Moisés y según me lo había recomendado Débora, mi abuela por parte de padre, pues mi padre había muerto dejándome huérfano.

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