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¡Cómo se ha empañado el oro!
    ¡Cómo perdió su brillo el oro fino!
¡Esparcidas por todas las esquinas
    están las piedras del santuario!

Los habitantes de Sión, tan estimados,
    los que valían su peso en oro,
ahora son tratados como ollas de barro
    hechas por un simple alfarero.

Hasta las hembras de los chacales dan la teta
    y amamantan a sus cachorros,
pero la capital de mi pueblo es cruel,
    cruel como un avestruz del desierto.

Tienen tanta sed los niños de pecho
    que la lengua se les pega al paladar.
Piden los niños pan,
    pero no hay nadie que se lo dé.

Los que antes comían en abundancia,
    ahora mueren de hambre por las calles.
Los que crecieron en medio de lujos,
    ahora viven en los muladares.

La maldad de la capital de mi pueblo
    es mayor que el pecado de Sodoma,
la cual fue destruida en un instante
    sin que nadie la atacara.

Más blancos que la nieve eran sus hombres escogidos,
    más blancos que la leche;
su cuerpo, más rojizo que el coral;
    su porte, hermoso como el zafiro.

Pero ahora se ven más sombríos que las tinieblas;
    nadie en la calle podría reconocerlos.
La piel se les pega a los huesos,
    ¡la tienen seca como leña!

Mejor les fue a los que murieron en batalla
    que a los que murieron de hambre,
porque éstos murieron lentamente
    al faltarles los frutos de la tierra.

10 Con sus propias manos,
    mujeres de buen corazón cocieron a sus hijos;
sus propios hijos les sirvieron de comida
    al ser destruida la capital de mi pueblo.

11 El Señor agotó su enojo,
    dio rienda suelta al ardor de su furia;
le prendió fuego a Sión
    y destruyó hasta sus cimientos.

12 Jamás creyeron los reyes de la tierra,
    todos los que reinaban en el mundo,
que el enemigo, el adversario,
    entraría por las puertas de Jerusalén.

13 ¡Y todo por el pecado de sus profetas,
    por la maldad de sus sacerdotes,
que dentro de la ciudad misma
    derramaron sangre inocente!

14 Caminan inseguros, como ciegos,
    por las calles de la ciudad;
tan sucios están de sangre
    que nadie se atreve a tocarles la ropa.

15 «¡Apártense, apártense —les gritan—;
    son gente impura, no los toquen!»
«Son vagabundos en fuga —dicen los paganos—,
    no pueden seguir viviendo aquí.»

16 La presencia del Señor los dispersó,
    y no volvió a dirigirles la mirada.
No hubo respeto para los sacerdotes
    ni compasión para los ancianos.

17 Con los ojos cansados, pero atentos,
    en vano esperamos ayuda.
Pendientes estamos de la llegada
    de un pueblo que no puede salvar.

18 Vigilan todos nuestros pasos;
    no podemos salir a la calle.
Nuestro fin está cerca, nos ha llegado la hora;
    ¡ha llegado nuestro fin!

19 Más veloces que las águilas del cielo
    son nuestros perseguidores;
nos persiguen por los montes,
    ¡nos ponen trampas en el desierto!

20 Preso ha caído el escogido del Señor,
    el que daba aliento a nuestra vida,
el rey de quien decíamos:
    «A su sombra viviremos entre los pueblos.»

21 ¡Ríete, alégrate, nación de Edom;
    tú que reinas en la región de Us!
¡También a ti te llegará el trago amargo,
    y quedarás borracha y desnuda!

22 Tu castigo ha terminado, ciudad de Sión;
    el Señor no volverá a desterrarte.
Pero castigará tu maldad, nación de Edom,
    y pondrá al descubierto tus pecados.

Cuarta elegía

¡Qué deslucido está el oro,
qué pálido el oro fino!
¡Las piedras santas están
tiradas por las esquinas!

De Sión los nobles hijos,
más apreciados que el oro,
parecen cuencos de barro,
hechura de un alfarero.

Hasta los chacales dan
de mamar a sus cachorros;
la hija de mi pueblo es cruel
como avestruz del desierto.

De sed se pega la lengua
al paladar del bebé.
Los pequeños piden pan
sin que nadie se lo dé.

Los que antes banqueteaban
desfallecen por las calles;
los criados entre púrpura
revuelven los basureros.

La culpa de mi ciudad
supera a la de Sodoma,
arrasada en un momento
sin intervención humana.

Como leche y nieve pura
resplandecían sus príncipes;
coral rojo eran sus cuerpos
y un zafiro, su figura.

Y hoy, más negros que el carbón,
nadie afuera los conoce;
su piel al hueso pegada
y enjutos como sarmientos.

Mejor le fue al caído en guerra
que a las víctimas del hambre:
extenuadas se consumen
por carencia de alimentos.

10 Manos tiernas de mujeres
cuecen a sus propios hijos
y los sirven de comida
mientras cae la capital.

11 Colmó el Señor su furor,
derramó su ardiente cólera
y prendió un fuego en Sión
que calcinó sus cimientos.

12 Ni los reyes de la tierra
ni los que habitan el orbe
pensaron ver enemigos
entrando en Jerusalén.

13 Por pecados de profetas
y culpas de sacerdotes
se derramó en su interior
sangre de gente inocente.

14 Tropezando como ciegos
caminan ensangrentados,
sin que nadie por las calles
pueda tocar sus vestidos.

15 ¡Apártense! —les gritaban—
¡Un impuro! ¡No toquen!
Y cuando huían vagabundos,
los paganos les decían:
“No pueden vivir aquí”.

16 El Señor los dispersó
y no volverá a mirarlos.
Negaron honra y piedad
a sacerdotes y ancianos.

17 Se gastaban nuestros ojos
aguardando ayuda en vano;
vigilantes esperábamos
a un aliado que no salva.

18 Vigilaban nuestros pasos
sin dejarnos caminar.
Nuestro fin estaba cerca,
nuestros días ya cumplidos,
había llegado el final.

19 Los perseguidores eran
más veloces que las águilas:
nos acosaron con trampas
por los montes y el desierto.

20 Con sus trampas dieron caza
al rey, que era nuestro aliento,
pues a su sombra esperábamos
vivir entre las naciones.

21 Goza y alégrate, Edom,
la que habitas tierras de Us;
ya te pasarán la copa
y andarás ebria y desnuda.

22 Expiaste tu culpa, Sión;
no volverá a desterrarte.
Serás castigada, Edom,
descubiertos tus pecados.